Si hubiera crecido en una ciudad con una escena queer vibrante o si hubiera conocido a otra persona trans de adolescente, quizá no me habría resignado a llevar una adolescencia tan desolada. Así que, cuando tenía poco más de veinte años, decidí recuperar el tiempo que sentía había perdido. Me mudé a Nueva York y fui a más eventos LGBTQ+, librerías, bares, películas, conferencias, protestas, pícnics, eventos para recaudar fondos, reuniones, lecturas de poesía, playas, actuaciones y fiestas de los que puedo recordar. Empecé a pasar menos tiempo preocupándome por tratar de definirme y, en cambio, dediqué mi energía a explorar todos los pequeños universos extraños que tenía ante mí, lugares y formas de vida que otras personas queer y trans habían hecho posibles. Mis nuevos amigos me llevaron a sus lugares favoritos de la ciudad, y cada uno de ellos se sentía familiar, como un secreto que había olvidado hacía tiempo. Como el hogar.
Mis deseos, alguna vez amorfos, empezaron a tomar forma en estos espacios queer y en mis relaciones y encuentros con otras personas queer y trans. No hubo un único momento que cambiara mi vida y en el que todo encajara, pero el hecho de buscar y construir una vida con personas que fundamentalmente me entendían cambió mi forma de pensar sobre mi persona y mi futuro. Fue Katie, la presentadora rubia del karaoke queer, quien me hizo sentir más respeto en un pequeño y rancio bar gay que en cualquier otro lugar como joven de veintitrés años. Fue la librería radical e independiente que frecuentaba donde llevé a leer conmigo a todas las personas que alguna vez llegué a querer. Fue Steve, mi enfermero favorito del centro de salud LGBTQ+, quien me hizo sentir tanto amor que pensar en él me hace llorar. Fue la fila de la farmacia en ese mismo centro de salud donde siempre me encontraba con alguien que conocía o con alguien que realmente quería conocer. Fue Arabelle, quien siempre encontraba un rincón para escondernos cuando las fiestas se volvían demasiado abrumadoras. Fue el local de panecillos frente a un bar gay, donde parar a comer un sándwich hacía que la espera de un tren a las 3:00 a. m. fuera un poco más tolerable. No podría haberme dado cuenta de mi propia condición queer y trans sin las personas que dieron vida a estos espacios y experiencias, y me acogieron en ellos. Al buscarme, encontré amistad, amor y comunidad. En la comunidad, me encontré.
“Mis nuevos amigos me llevaron a sus lugares favoritos de la ciudad, y cada uno de ellos se sentía familiar, como un secreto que había olvidado hacía tiempo. Como el hogar”.
Creo que nunca olvidaré lo que era vivir una infancia queer en soledad. Si hoy pudiera visitar a mi yo de doce años, no permitiría que se quedara esperando la felicidad ni un segundo más. Le cargaría a mi espalda y le presentaría a todos mis amigos, que son tan curiosos y brillantes y queer y trans y raros y divertidos y llenos de amor como mi yo de doce años. Le mostraría que es posible uno ser la persona que es y que quiere ser, la que a veces siente confusión, pero que se reconoce en lo más profundo de su ser. Respondería a todas sus preguntas con la honestidad que se merece. Y, en el momento que me fuera, ya sabría que nunca más tendría que sentir la soledad.