Me tropecé con una puerta para bebés mientras desempaquetaba cajas. Me quebré ambos pies y perdí la capacidad de subir las escaleras a nuestra nueva habitación. Estaba acostada en un colchón inflable en nuestra nueva sala de estar cuando vi una garrapata caminando tranquila por el edredón. Lenta. Petulante. Como si se mereciera estar allí. Era la cuarta que encontraba dentro de nuestra casa desde que nos habíamos mudado, incluida la que había sacado hacía poco de la cabeza de mi bebé, y esa fue la gota que derramó el vaso.
Enloquecí. “¿Por qué nos mudamos aquí?”, le dije llorando a mi mejor amiga por teléfono. Le envié un mensaje a mi nueva vecina y le pregunté si alguna vez había tenido este problema. “Eso no es nada”, contestó inexpresiva. “¿Todavía no has conocido alguna de las serpientes negras grandes que hay por allá arriba? Esas sí que son DIVERTIDAS". “Oh, Dios —pensé—, ¿Qué he hecho?”.
Mi marido, mi hijo, el beagle y yo ya llevamos cinco meses aquí. “Aquí” es un pequeño pueblo rural, un mundo lejos del abarrotado suburbio de Nueva Jersey al que antes llamábamos “hogar”. En nuestra antigua ciudad de Jersey había un centro comercial cada pocos kilómetros, casas tan cercanas que prácticamente podías chocar los cinco con los vecinos desde el porche y mucha emoción cuando llegaba una cadena de tiendas de conveniencia a la ciudad. Era una ciudad de ensueño, con una maravillosa comunidad de otros padres con bebés. Por primera vez en nuestra vida adulta, empezábamos a sentirnos asentados.
Y entonces, de la nada, nuestra sensación de estabilidad desapareció. El comienzo de la pandemia ya era algo bastante malo, pero luego, en septiembre de 2020, mi padre tuvo un derrame cerebral. Como cirujano jubilado, había pasado toda su vida curando pacientes, pero, de repente, era él quien necesitaba ayuda y su frustración era palpable. Mi madre no podía hacerlo todo por sí misma, y la ayuda que podíamos prestarle desde lejos era limitada, así que decidimos hacer una mudanza de pánico para estar más cerca de ellos. El proceso duró ocho meses (tuvimos que debatir interminablemente si abandonar nuestras vidas, vender nuestra casa y comprar otra), pero yo aún no estaba preparada para lo mucho que iba a cambiar mi mundo.
“Todos los demás habitantes de este diminuto pueblo enclavado a orillas del río Hudson parecían perfectamente adaptados a esta vida serena y bucólica, pero yo me agitaba y buscaba sin éxito espacios conocidos.”
De repente, vivíamos en un lugar en el que no conocíamos a nadie, un lugar que parecía patrocinado por el forro polar, los robustos vehículos crossover y la leche de avena. Parecía que The Mountain Life™ iba a matarme. Todos los demás habitantes de este diminuto pueblo enclavado a orillas del río Hudson parecían perfectamente adaptados a esta vida serena y bucólica, pero yo me agitaba y buscaba sin éxito espacios conocidos. En el foro en línea del pueblo había preguntas como “¿Alguien ha visto a nuestra gallina polaca de oro? Espero que los osos no la hayan alcanzado...”. Me pasé horas intentando aprender todo lo que podía sobre lo que yo llamo la “Trifecta de los Dolores de Cabeza de los Propietarios de Viviendas” (tanque de aceite, campo séptico, agua de pozo).
Nada te hace cuestionar más tus decisiones de vida que quebrarte ambos pies, uno de ellos tan grave que requirió toda una ferretería de piezas metálicas para ser reconstruido en cirugía. En lugar de centrarse en la recuperación de mi padre, mi familia se vio obligada a ayudarme con la mía cuidando de mi activo hijo de dos años, desempacando la casa y llevándome a orinar o a lavarme el cabello. Junto con el choque cultural y el estrés de la mudanza, mi revés físico fue como si me colgaran una piedra de 25 kg cuando ya me estaba ahogando.
Pero los huesos quebrados sanan, los cerebros se reparan solos, y mi padre y yo estamos haciendo todo lo posible para recuperar cualquier versión de la normalidad que podamos alcanzar. Él todavía no tiene mucha memoria a corto plazo, y yo todavía no me acostumbro a sacar murciélagos y matar arañas a diario. Pero, al menos, lo estamos intentando. Él puede hablar, caminar, comer y vestirse de forma independiente. Y yo he empezado a explorar senderos naturales, un parque infantil, la librería a la que había echado el ojo y mi tienda de quesos local (¡Prioridades!). Todo eso del senderismo y el kayak tendrán que esperar hasta el año que viene, y no tengo prisa por encontrar más fauna local, pero los habitantes han sido generosos y acogedores en todo momento.
Todavía extraño muchas cosas de mi vida en los suburbios (la entrega de comida a domicilio, las tertulias en el porche con amigos queridos y una vida sin mensajear constantemente al exterminador), pero estoy encontrando cosas nuevas que me alegran. En este momento, estoy agradecida por las vistas panorámicas de las montañas y el río, los gestos amables de los nuevos vecinos y el hecho de poder ir a pie a varios mercados agrícolas. La paciencia nunca ha sido mi fuerte, así que estoy extrañamente agradecida de que la vida me haya obligado a ir más despacio y luego a parar del todo. Aunque no deseo repetir los acontecimientos del año pasado, mis pies recién reconstruidos ya están plantados en tierra firme.